Se cuentan muchas cosas de Querétaro. Una de estas historias tiene todos los elementos para
asegurar que pasó y data de la del Sitió de Querétaro y el fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo,
Miguel Miramón, niño héroe y el presidente más joven de México y en general Tomás Mejía,
el hombre más leal a sus principios, lo que le costó la vida.
Todo era convulsión, las calles desiertas, con cadáveres tirados, sin perros porque ya se los
habían comido por el hambre, sin agua, sin esperanza y fuera del sitió, la especulación,
la esfera de un ataque sorpresa de los acorralados y el desenlace, que para algunos fue
un acto de heroicidad y para otros un crimen.
La autopsia de Maximiliano merece un trato aparte, por ser una desgarradora, pero
vayamos a la leyenda. Maximiliano cedió su lugar en el paredón a Miguel Miramón,
“Los valientes al centro” —le dijo. Luego pronunció algunas palabras para evitar más
derramamiento de sangre en su México y pidió que no le dispararan en el rostro para
que su madre no lo viera despedazado. Se le cumplió y el tiro de gracia fue en el pecho.
El cadáver del príncipe europeo tuvo un tortuoso camino hasta que llegó a la plancha
del Dr. Licea, quien le practicó la autopsia para preparar el cadáver y al tener que
retirarle las vísceras, colgarlo para que se escurrieran todos los líquidos del cuerpo,
tuvieron que extirparle los verdes ojos.
Sus fieles seguidores pidieron que se le pusieran unos ojos postizos, para cumplir su
deseo de que su madre no lo viera con las oquedades y alguien, tuvo la idea —se
cuenta— de trepanar a una dolorosa y extraerle los ojos para que se los llevara el emperador.
Cuentan que fueron a la iglesia dónde se encontraba la bella talla en madera policromada
y le sacaron los ojos; también dicen que el Dr. Licea vendió todo lo que pudo de Maximiliano,
como trocitos de tela, risos, cabello, pañuelos empapados en la sangre del príncipe, hasta
que fue trasladado, con un traje prestado en un ataúd de su tamaño hasta que llegó el Novara,
el mismo barco que lo había traído y lo regresaba sin vida y con los ojos de la Dolorosa.
Muchos años después, ya en principios de este siglo, un trabajador y maestro del INAH,
de nombre Miguel y del cual no recordamos en este momento su apellido, al hacer unos
trabajos de restauración de la pieza, encontró los pedacitos de cristal de los ojos, que se
habían caído por deterioro y que dieron paso a esta truculenta historia.
Aún hay quien asegura que Maximiliano si se llevó los ojos de la Dolorosa, que lo iluminaron
hasta su última morada.
You must be logged in to post a comment Login